
Por Martín Bonasso
Aun era temprano y no tenía nada que hacer. Los miércoles sólo iba a una tomar una clase a la facultad de filosofía y tenia suficientes horas que gastar, antes de regresar a casa. Mi cabeza estaba aturdida de Bourdieu y su sociología de la acción, del campo, del capital simbólico y del cambio de habitus… y era justamente lo que iba a hacer en ese instante. Necesitaba desesperadamente refrescar mis sesos. Era necesario pensar y vivir problemas mundanos. Me encamine hacia el paseo de las facultades, sin un peso en el bolsillo, sólo lo justo para mi pasaje. No me quedaba otra opción. Tendría que pedir vale en el Acapulco loco, mi cuenta la había saldado la semana pasada y hoy comenzaría una nueva. Antes de llegar, los olores a fritangas y demás antojitos grasientos me hicieron recordar lo miserable que estaba en ese momento, es que siempre que no traigo dinero se me antoja todo, mi único consuelo era saber que por lo menos ese día no me iba a atascar en grasa como rutinariamente lo hago.
Al llegar al Acapulco, “pocholo” me recibió como siempre, con una mentada de madre y diciéndome que ya no había lugar para mi. Eran como las cuatro de la tarde y las tres mesas grandes estaban llenas, es la hora de la papa y algunos compañeros aprovechan los accesibles precios del lugar. Me pregunta si voy a comer, siempre lo hace, aun sabiendo que mi respuesta será negativa. Y no es que no tenga hambre, es simplemente que al Acapulco se va a chupar, así lo he hecho dos o tres veces por semana desde que lo inauguraron hace casi tres años.
Voy directo al refrigerador y saco una León bien fría, la esposa del “pocholo” que se encuentra cocinando, ya ni me dice nada, sólo me contesta el saludo y me reclama algo del viernes pasado, pero ni le entiendo. Jalo una silla y me siento entre el refri y el baño, ahí no estorbo, además de ser uno de mis rincones favoritos.
Porque todo te queda a la mano, la estiras y abres el refri, del otro lado esta la perilla del baño y enfrente de mí, debajo de la barra esta la gigantesca bolsa de chicharrones que dan como botana. No puedo pedir más en esta vida. Le doy un trago generoso a la chela, un poco mas abajo de la mitad. Mi alma vuelve a renacer y doy un suspiro de alivio. Me siento bien, en paz. Una chica me queda viendo y se queda con su cuchara suspendida en el aire, al percatarse de mi mirada, se mete el bocado rápidamente y se dedica a lo suyo. No le tomo importancia y prefiero prender un cigarro.
El calor es sofocante donde estoy, menos de dos metros me separan de la estufa, una mojarra de buen tamaño se fríe en un aceite oscuro seguramente reciclado de días. Me da un poco de asco y prefiero ir a la entrada a respirar un poco. El transito estudiantil es constante y las caras son las mismas…a excepción de una. Un chavo como de unos veintisiete viene directo hacia acá y me hace recordar algo, pero no se que es. Viene acompañado de otras personas. De otro trago acabo mi cerveza y voy por otra. En el camino me cruzo con el “pocholo” y me dice: aguas que hay viene el guey del viernes. No se ni que pensar, me vienen imágenes sueltas a mi cabeza, pero no logro hilvanarlas. La chica de la mesa voltea verme, yo la veo de reojo y alcanzo a ver una pequeña cicatriz debajo de su oreja izquierda; que me hace recordar que estuve con ella ahí mismo el viernes pasado. Estoy aturdido y asustado. Prefiero meterme al baño a fumar otro cigarro mientras trato de reconstruir lo que paso el viernes.
Fumo desesperadamente, las voces de las personas que acaban de entrar, me refrescan la memoria. La chica parece decirles algo. Oigo pasos acercándose al baño. Golpean fuertemente la puerta.
1 comentario:
chale, me hiciste recordar algunos momentos muy chidos que pasamos en el acapulkes. por cierto, que dice pocholo que cuando te das una vuelta para echarse una chela
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